Por Renée Méndez Capote.
Para las muchachas de hoy es difícil comprender ciertas cosas del pasado. ¿Cómo hacerle admitir la situación de inferioridad en que se desenvolvía la mujer en el principio de este siglo, y antes de la gran Revolución que nos ha traído a las cubanas la igualdad con el hombre? Y si no se da a conocer cómo era la situación de inferioridad, entonces normal, ¿cómo van a juzgar equitativamente las costumbres de otras épocas, de las cuales era víctima principalmente la mujer?
Pues en esas épocas, la parte de la humanidad que el hombre llamaba galantemente el “sexo bello”, y falazmente “el sexo débil”, no era más en la vida pública, en las actividades del marido, que una sombra; y en la vida íntima, la reproductora de la especie, la guardiana de su honor, y a veces una administradora a la que se le toleraban ciertas gentiles debilidades y caprichos; y a la cual se le alentaban pequeños vicios inocentes, como: perecerse por las joyas, no pensar más que en los trapos como la meta de la vida, y la afición al juego cuando éste no comprometía el equilibrio del presupuesto familiar. Por tanto, cuando una mujer conquistaba el respeto de propios y extraños, grandes dotes y condiciones debía tener.
América Arias fue una de esas mujeres. La recuerdo ya madura, y voy a tratar de evocarla con todo su encanto y su atractivo. Doña América, que no de otra manera podría llamársele, poniendo en el don mucho señorío, era fuerte y dulce, y sencilla. Cariñosa y cordialísima, inspiraba, sin embargo, un gran respeto. De la fama que se le atribuía a José Miguel Gómez y que le valió el dicho de “Tiburón se baña, pero salpica», en nada doña América era responsable, porque ni era ambiciosa, ni amaba el lujo, ni ponía el dinero por encima de las nobles cualidades del espíritu. En su época todavía no se había inventado el ridículo título de primera dama de la nación; pero ella era una primera dama de cualquier ambiente; lo era donde quiera que estuviese. Lo fue durante la Guerra de Independencia, lo fue en su hogar y en la sociedad cubana durante la presidencia de José Miguel, y lo fue en la oposición al machadato, cuando yo tuve contacto con ella no ya de niña hija de su amiga María Chaple, primera entre las cubanas de su tiempo, por los servicios que prestó a su patria en armas, por su virtud austera en medio de la vorágine de una política disolvente, por su interés en un futuro, que ella, ya anciana, no vería. Doña América fue una gran cubana, una gran mujer y una gran madre.
Era trigueña, con ojitos penetrantes, pero bondadosos. Tenía las luces muy claras, como se decía entonces de una inteligencia sólida. De mediana estatura y metidita en carnes, como corresponde a una auténtica criolla, debió haber sido muy atractiva en su juventud. Me parece estar viéndola el día de mi última visita, antes de salir yo a visitar a mi gente en el exilio político en el año 1932. Vestía una blusa blanca y una falda carmelita. Sin prenda alguna, cosa poco usual en aquellos tiempos en que las mujeres llevaban siempre aretes sortijas y cadenas. Ella no se adornaba más que con su dulzura cálida de anciana sacudida por el proceso revolucionario que tenía lugar en Cuba. Usaba todavía bolsillo en la falda, y llevaba en él sus fósforos y un tabaquito que en el calor de la conversación encendió delante de mí, dándome una gran prueba de confianza, porque todavía las cubanas fumaban en privado y muy discretamente. Hubo un detalle en aquella visita que se me quedó grabado. América, durante la presidencia de su marido, se preocupó por la mujer trabajadora, ella fundó la Escuela de Taquígrafas, y siempre mantuvo un vivo interés por el desenvolvimiento de la clase obrera. La mañana en que yo le hice la última visita, la encontré muy preocupada y muy disgustada por los asesinatos indudables de líderes trabajadores. La trastornaba la desaparición de esos hombres, y creía perfectamente ciertas versiones populares que se daban de ella. Esos dirigentes arrestados, desaparecidos y cuyo paradero era imposible determinar, para ella no tenían otra explicación sino que los habían matado y echado después al mar. Desaparición, negación, silencio… ¿qué explicación podía dárseles, ante tanta persecución y tanto asesinato como ensombrecía el horizonte nacional?
! Ay, hijita, yo no puedo comer pescado. En mi casa está terminantemente prohibido comprar pescado ¡
Y sus palabras encerraban una terrible acusación:
Esos hombres fueron asesinados y echados a los tiburones”
Todo eso decían su frase y su acento dolido, y es seguro que el horror que sentía doña América por un pescado que podía haber comido aquella carne noble, estaba justificado.
La parte más bonita de su vida fue su participación en la Guerra de Independencia. Ella fue el correo de los mambises. Se expuso constantemente a la persecución y al peligro, para que las medicinas y las cartas llegaran a los hombres que luchaban en la manigua. Ella fue el lazo de unión entre los que exponían sus vidas y los que penaban en territorio ocupado por los españoles; esos hombres que pasaron muchas penalidades para darnos una patria; y esas mujeres que fueron perseguidas y vejadas. Los mambises carecían de ropa, de comida, de hospitales de sangre; carecían de vendas, de quinina, de desinfectantes; se vieron muchas veces sin lo más elemental para atender a nuestros heridos; pero lo que más hizo sufrir a los insurrectos, fue la dificultad para comunicarse con los suyos, la carencia de noticias de sus mujeres y de sus hijos, a los que habían dejado expuestos a la inquina de las autoridades enemigas. Y todo eso remedió muchas veces doña América Arias. Mis padres pudieron comunicarse por carta, cuando mi padre, cuando mi padre llevaba ya muy largos meses sin saber de mi madre y de su primer hijo varón, al que había dejado pocos meses de nacido. Por eso yo siempre evoco a América Arias con emocionada y perenne gratitud y al recordarla me envuelve un perfume de jazmín y de reseda.